La Niña de la Curva

Te lo contaban de niño. Ibas por una carretera nublada del Ripollès y de repente veías a una chica con una túnica blanca en una curva, haciendo autostop. Era una imagen tétrica que recordaba las películas de zombis, de muertos salidos de las tumbas caminando pesadamente. El conductor se desquiciaba y quedaba en estado de choque, meditabundo. Jamás de los jamases detendrías el coche y la cargarías. Te acercabas con el culo apretado. De repente la esquivabas y hacías la curva rápidamente. Luego mirabas por el retrovisor y La Niña de la Curva había desaparecido. Todo era fruto de un espejismo, envuelto en nuestra querida niebla baja.

El Ripollès es escenario de hechos primordiales en la historia de Cataluña. El abad Oliba inauguró el destino que tenemos marcado a sangre y fuego entre las cejas levantando ese monumento insigne que representa el monasterio, cuna de nuestras esencias. Muchos años después, Àngel Guimerà forjó el estereotipo del buen Manelic que, un poco más arriba, con Núria a la vista, luchó contra el malvado Sebastià, paradigma del capitalismo agrario, que pretende casarse con Marta, que, de hecho, está enamorada del pobre pastor analfabeto. Al final, aquel simplón que guardaba las ovejas entre las cimas, en las gargantas de Carançà, mata al lobo en un decidido acto de justicia que ahora los de Vox calificarían de violencia de género.

Manelic se lleva a Marta a hombros, monte arriba, y anuncia a la nación que ha matado al lobo. Se va lejos de la tierra baja, corrupta, regada de odio. Malogrado Ripoll para los catalanes. Tenía que ser el epicentro de un Estado propio que debía arropar en torno al monasterio la conurbación del país y he aquí que el país se arropó más o menos en torno al manicomio de Sant Boi de Llobregat, en el cinturón rojo. Al cabo de unas décadas, los castellanos, los negros y especialmente los magrebíes invadieron Ripoll, donde una célula de Alá se dedicó a fabricar bombas para hacer explotar en la Rambla de Barcelona.

Somos víctimas de nuestra propia tradición cuando constatamos que la historia se repite obstinadamente, la dejamos a un lado con aire supremacista y sólo la asumimos cuando nos ha dado un montón de golpes. Entonces caemos ante la evidencia y lloriqueamos. Sin embargo, al final nos queda un reparto apañado. El abad Oliba es Salvador Illa, aquel personaje de las bienaventuranzas que nos hace cantar “el señor es mi pastor, no me falta nada, me hará descansar en verdes pastos…” El amo Sebastià es el maquiavélico Puigdemont que se quiere beneficiar de Marta Catalunya.

Para redondear el casting me faltaba un personaje secundario del sainete y mira por donde me viene como el anillo al dedo La Niña de la Curva. Hace poco la vi por televisión y le hice una foto. Se presenta como un Jaime I que quiere ahuyentar a los moros de Ripollandia. Si un día la encuentro en una curva de sus montañas, la cargaré antes de que se me esfume y le daré clases de teatro porque con esta prosodia de los Pastorets y el lastre de voz amarga que gasta no se la cree ni el apuntador.

(Dedicado a Ramon Fontserè)

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