Con el empeño de poner etiquetas a la buena de Dios —nunca mejor dicho…—, a Jorge Mario Bergoglio le llamaban el papa comunista. ¿Comunista? El despropósito me hace pensar en una ocurrencia antediluviana del exvicepresidente del gobierno español, Alfonso Guerra, sobre el PP, que aún hoy guarda vigencia: «El PP hace años que viaja al centro y todavía no han llegado; ¿de dónde vendrán, que tardan tanto?». El papa Francisco tenía otras virtudes, pero etiquetarlo de comunista me parece, cuando menos, excesivo. ¿De dónde vendrá la gente que así lo definía para encontrar comunistas sus ideas? De un extremo, tirando corto, lejano. Por ejemplo, se mostró siempre implacable contra el aborto y la eutanasia, y nunca hizo lo suficiente a favor de la igualdad de la mujer en la Iglesia. Por el contrario, esto no impide que haya sido uno de los papas más transgresores que han existido, de manera especial en las causas sociales. El papa de los pobres, de los marginados y, sobre todo, un papa que ha hecho todo lo posible por limpiar las miserias de la Iglesia, como los abusos sexuales. Destaca igualmente su lucha en apoyo a los inmigrantes, denunciando siempre las prácticas xenófobas y racistas, y militando en la paz y en el medio ambiente.
La etiqueta de comunista hace pensar, además, en el camino que aún tiene que recorrer la Iglesia para llegar a la misericordia que predica; entendiendo la misericordia como «la profunda piedad que impulsa a perdonar y a socorrer». El papa Francisco dispuso de una docena de años para acercarla, y la acercó, pero todavía les queda lejos porque, como los del PP para llegar el centro, la Iglesia viene de lejos para llegar a la misericordia. Plazca a Dios que algún día lleguen. Al menos un poco, Bergoglio lo intentó y hay que reconocerle los méritos. El papa Francisco remó a contracorriente en unos tiempos poco misericordiosos.
La paradoja es que la última visita oficial que el papa Francisco recibió antes de morir en Lunes de Pascua, justo en la víspera —Domingo de Resurrección—, fuera el vicepresidente de Estados Unidos, JD Vance, mano extrema derecha de Donald Trump. Lo hizo a desagrado, se le nota en la cara, pero lo hizo. Después, en la bendición urbi et orbi, a modo de legado, el pontífice, auxiliado en la lectura, decía: «¡Cuánto desprecio se manifiesta a veces hacia los más débiles, los marginados, los inmigrantes! En este día, quería que volviéramos a tener esperanza y confianza en los demás, incluso en los que no nos son cercanos o vienen de tierras lejanas, con costumbres, modos de vida, ideas y hábitos diferentes de los nuestros. Porque todos somos hijos de Dios». Amén.
Estos días post Sant Jordi, me estoy leyendo —como ya confesé en la última opinión—, el libro de Javier Cercas, El loco de Dios en el fin del mundo, donde el ateo, anticlerical, laicista militante, racionalista contumaz e impío riguroso, el escritor extremeño establecido en Girona, describe al papa Francisco, a quien también define como «anticlerical». Entre otras cosas, Cercas dice del papa Bergoglio: «Decir que es un papa comunista es un disparate». Pues, eso, y que descanse en paz.