“En la esfera pública el respeto a las posiciones del otro se basa en un deber de civilidad” (John Rawls)
Noviembre del 94. El hotel Meliá de Barcelona se convierte durante unas horas en cita obligada para gran número de periodistas. Los directores de los periódicos más importantes de Madrid y Barcelona van a debatir sobre la actualidad de los medios de comunicación en España. El clima político era de enorme tensión. Un atentado al líder de la oposición Jose María Aznar, un intento frustrado, también de Eta, contra el Rey en Mallorca. Por otra parte, los Gal volvían al primer plano de la actualidad y alguna voces influyentes y poderosas pedían el ingreso en prisión de Felipe González.

Desde Barcelona, se vivía con preocupación lo que muchos creían era una vuelta al cainismo hispánico. El historiador inglés Paul Preston señalaba que con una frecuencia preocupante jóvenes periodistas le preguntaban si estaba de acuerdo en que el nivel de crispación en la vida política española durante estos últimos años, poco más o menos, significaba que era posible otra guerra civil. El periodista y escritor, Carlos Luis Álvarez, Cándido, lo relacionaba con la explosión del discurso de la ética, que alguna prensa de Madrid empezaba a liderar y qué más tenía que ver con una teología inflexible, intolerante y condenatoria: “La ética es una cosa con la que se dispara, una ética de la coacción, la ética arrojada al estrépito de la calle, por los buscadores de ignominias”.
Cómo no recordar aquellas palabras premonitorias de Jordi Pujol, desde el balcón de la Generalitat, por el caso de Banca Catalana, el 30 de mayo de 1984: “A partir de ahora, de ética y moral, hablaremos nosotros. No ellos “.
Pues bien, en los últimos años, con las redes sociales e Internet estamos asistiendo al crecimiento con mayor intensidad que nunca de un periodismo de queroseno, como diría el exdirector del The Washington Post Ben Bradlee, que algunos comparan con la más pura y simple literatura del odio, más cerca del libelo que del periodismo crítico. La semántica denigratoria, el insulto, la crítica sistemática y obsesiva, el linchamiento, y finalmente la demonización y satanización del rival ideológico o político, forma parte del acervo cultural de este nuevo autoritarismo mediático.
Atrás quedaron los tiempos de cuando un pacto tácito entre los periodistas americanos impidió la publicación de “pequeño jorobado con aspavientos” que lanzó el republicano India Ewards contra el candidato Jack Kennedy.
Algunos dirán que la literatura del odio forma parte del paquete de la libertad y hemos de convivir con ella, desde la tolerancia y la libertad. Y más en estos tiempos donde la información y la opinión es abrumadora y la descalificación, la agresividad y el insulto se imponen porque sus efectos son más eficaces para atraer la audiencia, y sino que se lo pregunten a los numerosos ingenieros del caos que tanto han crecido alrededor de la figura de Donald Trump.
En este contexto, me viene a la memoria algunas imágenes de lo que había representado la lucha por la libertad y la democracia en los albores de la Transición. Refugiados en las páginas de Triunfo y Cuadernos, pues los Alcázares e Imparciales representaban todavía la España oficial, la ansiada democracia no era sólo un instrumento, sino, antes bien, un continente que había que llenar de contenido. Este país, no debería olvidarse, no tenía cultura democrática ni éramos demócratas.
Y es que la historia del periodismo, como todas las historias de este mundo, es una lucha, a veces, a sangre y fuego por el poder, la riqueza, los honores y el dominio de las conciencias. El caso es que la lucha por el mercado adquiere, en muchos momentos, tintes dramáticos. Ciertos periodistas veteranos contaban sus angustias cuando veían que en función de la portada, su semanario pasaba de vender cien mil ejemplares a vender diez mil.
La pregunta que nos hacemos es la de qué tipo ciudadano están construyendo hoy los medios de comunicación. La prensa tiene como reto responder a esta nueva sociedad necesitada de un periodismo libre y autónomo, que analice y explique las complejidades del mundo actual. Unos medios que acepten su responsabilidad pública de construir una ciudadanía democrática, responsable, y cosmopolita para los tiempos actuales.
Por todo ello, hoy se hace necesario más que nunca someter a una reflexión crítica la acción de los medios de comunicación, al mismo tiempo que seguir reforzando el dialogo civilizado, si queremos consolidar un discurso cívico, democrático y convivencial.