Emilia Pérez, víctima de Sofía Gascón

El domingo, Karla Sofía Gascón pasó de puntillas por la alfombra roja de los premios Oscar; de hecho, ni siquiera la pisó. En otras palabras, entró sigilosamente por la puerta de atrás del teatro Dolby de Los Ángeles. Sus desafortunados y repugnantes tuits racistas, islamófobos, catalanófobos, y contrarios para más inri a la diversidad, no parecen haber caducado con el paso de los años; lejos de eso, aquello ha expulsado a la actriz trans del glamur de Hollywood, a pesar de ser una las nominadas a la mejor actriz, y a su vez una de las favoritas hasta el escándalo de sus, insisto, asquerosos mensajes, publicados hace una década, cuando X todavía se llamaba Twitter y el mundo parecía un espacio más ordenado y habitable.

De ella solo se acordó el presentador de la gala, el cómico Conan O’Brien, y para hacer burlas; «si tienes que tuitear sobre los Oscars, recuerda, mi nombre es Jimmy Kimmel«, dijo haciendo broma O’Brien, refiriéndose al anterior presentador, y poco más. El Oscar que se disputaban ella y la célebre Demi Moor, se lo llevó inesperadamente Mikey Madison; ni por ti ni por mí. Y Sofía Gascón se marchó de nuevo hacia su casa por donde había venido, montada en una calabaza que durante unos breves instantes había sido carroza. Por el camino, la española, que ostenta como premio de consolación el título de ser la primera actriz trans nominada a un Oscar, ha perdido, de manera más o menos justa, parte de su crédito.

Sofía Gascón reabre de manera involuntaria un eterno dilema: ¿Debemos separar al autor de su obra? Esto ocurre con frecuencia cuando el material es objetivamente bueno, pero la vida del creador es un completo desastre, como podría ser el caso. Nadie ha cuestionado el trabajo realizado por la actriz en la película Emilia Pérez, al contrario; pero unos reprobables comentarios ha languidecido aquel buen trabajo y lo que aún es más grave, o injusto, el de sus compañeros. La razón es que el film estaba nominado a trece estatuillas, de las que solo ha ganado dos; sin ambages, un desastre.

La socióloga francesa Gisèle Sapiro reflexiona sobre el antiguo dilema en el más que recomendable libro ¿Se puede separar la obra del autor? En él aborda la citada disyuntiva y se sumerge en el espinoso asunto de las relaciones entre la moral de un autor y su obra. Entre quienes defienden la obra como un ser independiente al autor está el teórico literario y filósofo francés Roland Barthes, que llama a esta propuesta teórica como «La muerte del autor». También en este extremo del dilema encontramos al filósofo Paul Ricoeur. Para él, al contrario de lo que siempre se ha defendido, la lectura de un libro no es un diálogo íntimo entre el autor y el lector, sino que en realidad es un diálogo entre la obra y la persona que la tiene en las manos. El autor, como también defiende Barthes, debe considerarse como muerte y el libro como póstumo.

Comparto las ideas antes mencionadas; sin embargo, hay que reconocer que no es fácil matar al autor para salvar la obra. Un ejemplo similar a todo ello lo encontramos en la escritora J.K. Rowling, creadora de la exitosa saga Harry Potter. Ella ha sido apartada bruscamente de la escena pública después de haber clarificado sin ataduras su postura respecto a las personas transexuales, por lo que la comunidad LGBT la catalogó como transfóbica y retrógrada. Buena parte de los fans pertenecientes a esta comunidad exigieron que se eliminara el nombre de la escritora en las portadas de los libros. Resumido: matar a la autora para salvar la obra.

Emilia Pérez, personaje que bien interpreta Sofía Gascón, se convierte, pues, en la víctima fortuita de la actriz, cuando quizá hubiera sido mejor una resolución a la inversa…

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