El ejemplo de mi madre

La lengua castellana no es enemiga de la catalana. Ambas son lenguas muy parecidas que pueden y deben convivir en perfecta armonía. Recuerdo, en pleno franquismo, que mi madre casi no hablaba castellano -no lo sabía-, pero lo leía y lo entendía sin problemas. Y viceversa: sus vecinos castellanohablantes entendían a mi madre cuando les hablaba en catalán. Sin ninguna fricción, sin ninguna imposición ni suspicacia por parte de nadie.

Fruto de esta interacción pacífica y amistosa, muchos castellanohablantes de su entorno hacían el esfuerzo y también acababan hablándole en catalán. El ejemplo de mi madre, nacida en un mundo rural donde el catalán era la lengua natural y social, siempre me ha servido de criterio a la hora de abordar la polémica permanente sobre la salud y el futuro de nuestro idioma y su coexistencia con el castellano, también llamado español. Sin conflicto, sin convertir en obligatorio y desagradable su aprendizaje, es – tengo la prueba en el ejemplo de mi madre-, cómo el catalán avanza.

Conocer y hablar en catalán tiene que ser un reto y una aventura gratificante. Es una lengua que nos abre la puerta a una cultura (literatura, poesía, canciones, teatro, cine…) enriquecedora. Además, viniendo del castellano, u otras lenguas románicas, es un paso que no requiere muchas horas de estudio. Solo abriendo oídos y con un diccionario para desvanecer dudas, buena parte del trabajo de aprendizaje está hecho.

Digo esto a raíz del alarmismo y de los alaridos que ha suscitado la última Encuesta de usos lingüísticos de la población de Cataluña que ha hecho pública la Generalitat. Sencillamente, constata, negro sobre blanco, el fracaso rotundo de las políticas para normalizar el catalán que han implementado, en las últimas décadas, los partidos nacionalistas/independentistas que nos han gobernado.

El enfoque autoritario que se ha dado a la enseñanza del catalán a las personas castellanohablantes ha sido repulsivo y, objetivamente, contraproducente. Al catalán se tiene que llegar por curiosidad, atracción y voluntad de crecimiento personal. A la vez, el catalán, para prosperar, se tiene que desnudar de toda connotación patriótica y partidista, como ha pasado hasta ahora.

Normalizar en nuestra sociedad el uso generalizado de nuestra lengua es la tarea titánica e histórica que nos concierne a los catalanoparlantes del siglo XXI. ¿Cómo? Dulcemente y suavemente, como lo hacía mi madre. Poniéndolo fácil y generando empatía. Sin encorsetarlo con certificados reglados que estresan (A2, B1, B2, C1, C2). Y, entre otras muchas medidas, generando materiales audiovisuales didácticos en las redes (YouTube, Instagram, Facebook…) que faciliten el aprendizaje, partiendo del castellano, de manera muy llana y práctica.

El gran objetivo sociolingüístico debe ser que la población inmigrante de origen latinoamericano que ha venido a vivir y a trabajar en masa a Cataluña asuma que es importante conocer y practicar nuestra lengua. Tienen predisposición a hacerlo, pero hay que activar los mecanismos oportunos para ponerlo a su alcance.

En este sentido, la colaboración de las instituciones catalanas (Generalitat, ayuntamientos…) con sus asociaciones autoorganizadas es esencial para crear una red capilar y de confianza. También los sindicatos y las organizaciones empresariales pueden tener un rol muy importante, a partir de una premisa muy sencilla: entender y saber hablar catalán ofrece más oportunidades de trabajo.

El Gobierno español de Pedro Sánchez, con el pleno apoyo de los partidos catalanes, está haciendo intensos esfuerzos y se está mojando a fondo para conseguir la oficialidad del catalán, del vasco y del gallego en las instituciones europeas. La paradoja es que, en proporción a nuestra demografía, el uso del catalán está reculando en Cataluña y ésta no es una buena carta de presentación en Bruselas. ¿Por qué dar la oficialidad a una lengua que hablan solo una decena mal contada de eurodiputados de los 720 que tiene el Parlamento europeo y que está en franca decadencia en el país de procedencia?

Después de la dictadura franquista, el catalán salió con un fuerte empuje. Todas las instituciones y las principales entidades del país lo adoptaron como lengua propia y se aprobó la inmersión lingüística en las escuelas.

Hace 50 años, el catalán “estaba de moda” y emplearlo era un signo de defensa y adhesión a los nuevos valores democráticos. Es de este modo que buena parte de la emigración castellanohablante residente en Cataluña se abrió a aprenderlo -en la mayoría de los casos, de manera autodidacta-, y a hablarlo, aunque fuera con dificultades.

Pero aquel milagroso y maravilloso impulso inicial de recuperación y normalización del catalán durante la Transición postfranquista hoy se ha desvanecido. La última Encuesta de usos lingüísticos de la población de Cataluña certifica que, a pesar de TV3 y la inmersión educativa, las políticas lingüísticas desplegadas desde el restablecimiento de la Generalitat no han funcionado. Simple y llanamente.

Y la culpa de este retroceso es muy clara: el “secuestro” de la lengua catalana por parte de los nacionalistas y de los independentistas, que la han querido convertir en un símbolo de identidad patriótica excluyente, como la bandera cuatribarrada o “Els Segadors”, en contraposición a España y a los españoles, provocando, de rebote, rechazo y hostilidad.

La lengua no es un símbolo de identidad nacional. He aquí el gran y catastrófico error: en Estados Unidos hablan mayoritariamente el inglés, como en Irlanda; y en Argentina o en Cuba, el español. El catalán es el idioma antiguo y natural del territorio catalán y su uso tendría que ser tan sencillo y, a la vez, vivificante como el aire que respiramos, sin ningún tipo de connotación añadida: étnica, identitaria o política.

Necesitamos una gran campaña de relanzamiento del catalán dirigido al conjunto de la sociedad y, en especial, a todos aquellos que lo saben, pero que, por múltiples razones, no lo emplean habitualmente. Con amor y en positivo. Sin ningún tipo de competición ni confrontación ni exclusión de las otras lenguas, singularmente del español.

Hablar en catalán nos hace más ricos como personas. Estamos apoyando y dando vida a una lengua minoritaria que tuvo un pasado esplendoroso y que, después, sufrió largos periodos de represión. Es un patrimonio cultural valiosísimo que nos toca a nosotros, precisamente a nosotros, preservar y salvar de la extinción.

En esta misión no necesitamos “talibanes” de la lengua, acostumbrados a matar moscas a cañonazos. Necesitamos, en primera línea de esta gran operación de socorro, a todos aquellos castellanohablantes que, en la época de los años 60, 70 y 80, hicieron el admirable e impagable esfuerzo de renunciar a la comodidad de la herencia familiar recibida y dar el paso al catalán. Su ejemplo valiente nos ilumina el camino que hay que andar para que el catalán no muera.

Lo conseguiremos, estoy seguro de ello. Como pasa siempre cuando los catalanes vamos unidos en un objetivo noble y común, según la enseñanza que nos legó el presidente Josep Tarradellas.

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