La humanidad afronta dos modelos de desarrollo: el que está basado en las energías fósiles y el que, respetuoso con el medio ambiente y comprometido en la lucha contra el cambio climático, promueve su sustitución por las energías renovables y no contaminantes. En el fondo, esta es la disyuntiva que separa, actualmente, a Estados Unidos de la Unión Europea (UE).
Donald Trump es el máximo exponente de la vieja civilización del petróleo, junto con sus aliados en este negocio: la Rusia de Vladímir Putin, Arabia Saudí, los emiratos del Golfo y todos los grandes países exportadores de hidrocarburos. En el polo opuesto está China, que encabeza una decidida apuesta por las energías alternativas (hidroeléctrica, eólica, solar, hidrógeno verde…), y a la cual siguen la UE y todos los países africanos, latinoamericanos y asiáticos en vías de desarrollo que, hasta ahora, son esclavos de la pesada factura del petróleo.
Estos dos modelos también tienen su traducción en la movilidad: mientras la civilización del petróleo promueve el transporte individual, la civilización de las energías renovables aboga por la promoción del transporte colectivo, con el tren como gran protagonista. La alta velocidad que ya logra la oferta ferroviaria (hasta 450 kilómetros/hora en China) la hace competitiva con el avión para medias distancias.
Pero el derrumbe irreversible de la civilización del petróleo comporta flagrantes contradicciones. Elon Musk, el principal aliado de Donald Trump en la Casa Blanca, ha hecho su fabulosa fortuna gracias a los coches eléctricos. Y los intereses geopolíticos expresados por el nuevo presidente de Estados Unidos (la anexión de Groenlandia o el control de Ucrania) están ligados a la explotación de los yacimientos de tierras raras, vitales para la nueva industria electrónica.
Pero estas contradicciones no esconden el principal vector de la política de Donald Trump: extraer sin límites las bolsas de petróleo y de gas que todavía quedan en Estados Unidos para garantizar su soberanía energética y, a la vez, mantener el rapto de Europa, después de la cancelación de los suministros procedentes de Rusia a causa de su invasión de Ucrania, que ahora es dependiente de las importaciones de gas norteamericano.
Todas las piezas sobre el tablero interpelan a la UE. No se trata solo de crear una futura fuerza militar de interposición europea en la frontera entre Ucrania y Rusia, una vez lograda la paz que dibujan en Riad los enviados de Vladímir Putin y Donald Trump. La cuestión de fondo es abordar y acordar una estrategia común para dejar de depender energéticamente de los Estados Unidos y Rusia.
Como que en Europa no tenemos petróleo ni gas (con la excepción de Noruega y el Reino Unido, que no forman parte de la UE), la única solución factible es una apuesta a fondo por las energías renovables, en espera que algún día la central de fusión nuclear de Caradache (Provenza) obtenga los resultados anhelados. En este sentido, se impone una alianza UE-China, a la cual pueden sumarse India, Japón y tantas otras economías que no tienen hidrocarburos, para consolidar un gran bloque geopolítico mundial dispuesto a dejar atrás la civilización del petróleo y entrar en la nueva dimensión de las energías alternativas y todo el cambio económico, social y cultural que comportan.
La UE no es un «invento» de los burócratas de Bruselas. La UE es un proyecto de paz, respeto a los derechos humanos, libertad y bienestar colectivo, construido sobre las cenizas de la catástrofe de la II Guerra Mundial con una convicción inamovible: nunca más. Con todos sus defectos e insuficiencias, la UE es el mejor proyecto de desarrollo social que existe en el planeta, mucho mejor que el de Estados Unidos o Rusia.
La alianza de los petroleros Vladímir Putin y Donald Trump es un peligro objetivo para la UE. Desde el este y desde el oeste, con la excusa de Ucrania, el Kremlin y la Casa Blanca intentan hacernos un sándwich para convertirnos en sus lacayos y servidores, a cuenta del suministro energético. Europa no solo tiene que vertebrar un ejército conjunto -remarco, en este sentido, la positiva actitud del premier británico, Keir Starmer, que empieza a revertir los nefastos efectos del Brexit-, también se tiene que plantear, de manera prioritaria y urgente, el reto de la plena soberanía energética.
Los europeos tenemos que creer en Europa. En este mundo de los «señores del petróleo» que están configurando Vladímir Putin y Donald Trump, los europeos somos, junto con China, el botín a atacar y a repartir. Y, ciertamente, las debilidades de la UE, acentuadas por el caballo de Troya de las fuerzas de ultraderecha, son un plato muy apetitoso para estos sátrapas con delirios imperialistas. La UE es nuestra tabla de salvación y la tenemos que defender con dientes y uñas, promoviendo, además, su rápida evolución hacia los Estados Unidos de Europa.
En este contexto, la OTAN ha dejado de tener sentido. Si Estados Unidos quiere someternos, ha dejado de ser nuestro aliado para pasar a ser nuestro tirano. La UE tiene la inteligencia tecnológica, la capacidad industrial y un cuerpo militar extenso para crear su propio sistema de Defensa ante las amenazas exteriores, sin necesidad del paraguas norteamericano. Las bases militares de Estados Unidos en suelo europeo deben ser desmanteladas, cosa que, además, hará muy feliz al DOGE de Elon Musk.
Celebro que el presidente de la Generalitat, Salvador Illa, lo tenga claro. El Gobierno catalán, que lleva solo seis meses en funciones, ha fijado claramente sus líneas estratégicas de actuación: compromiso sin dudar con la UE, combate sin complejos contra la ultraderecha, despliegue de las energías renovables por el territorio -que lleva un atraso inadmisible-, apoyo a la expansión de los vehículos eléctricos y acción decidida para la ampliación y modernización de la red ferroviaria, de la cual forma parte el acuerdo de creación del consorcio para la gestión de las Cercanías firmado con el Gobierno español.
Orgulloso de ser catalán, orgulloso de ser europeo.