Una vez finalizada la temporada puede ser un buen momento para reflexionar sobre un incidente que ha sorprendido a muchos aficionados: la pitada al presidente de la Generalitat, este otoño, cuando llegó al recinto donde se celebraba el Concurso de Castells de Tarragona. No es una anécdota. Refleja un cambio en la identidad y en la dinámica tradicional del mundo casteller, que históricamente ha sido un espacio de cordialidad.
Hay que detenernos para analizar momentos como este. Todavía tenemos la oportunidad de reforzar los valores que han definido este patrimonio cultural y asegurar que se mantengan vivos en las futuras generaciones.
La tradición de levantar castillos humanos durante casi tres siglos se limitaba al territorio del Penedès, Garraf, Tarragona, y Valls. Se regía por cuatro principios, fuerza, equilibrio, valor y sueño, y representaba también un espacio de unidad, de cohesión, abierto a la participación de todos, sin discriminaciones. Durante bastante tiempo, ha sido uno de los pocos espacios que ha facilitado esta integración.
Formaban parte muy activa los entonces llamados «forasteros» junto con los autóctonos, gente de derechas y de izquierdas, de cualquier creencia o clase social, haciendo piña o subiendo al castillo, conviviendo y colaborando. No era nada extraño que miembros de diferentes grupos, los días que coincidían en una demostración o en una fiesta, ayudaran a hacer piña a otros más humildes, con menos gente.
En los años ochenta, alguien decidió que el fenómeno podía ser nacional e identitario, y se incentivó por todos los medios que se formaran collas por todo el territorio, y para conseguirlo hacía falta espectacularidad, hacerlo cada vez más competitivo y difícil. La incorporación femenina favoreció que los castillos fueran cada vez más altos y de mayor dificultad, llevandolos a nuevas alturas tanto literal como metafóricamente.
Si bien es cierto que esta competencia ha aportado consolidación y expansión, también ha generado rivalidades que parecen haber desplazado los valores de comunidad que caracterizaban a las collas. El mundo casteller cada vez es más competitivo. La rivalidad indisimulada está bastante extendida. Incluso hay fichajes, hecho insólito hace unos años. La colla era una expresión del lugar y de la gente que vivía allí.
Los medios de la Generalitat lo han adoptado como un objetivo primordial. Sólo hay que ver la cobertura –pitada y gritos de independencia incluidos– de TV3 al Concurso. Por cierto, un concurso con público restringido que paga por entrar cuando los castillos, una manifestación popular por definición, siempre se han hecho en las plazas, naturalmente, gratis, accesible a todo el mundo.
La transformación de los castillos en un acontecimiento mediático ha aportado visibilidad y prestigio, pero al mismo tiempo ha provocado que se pierda parte de la esencia. Para mejor o para peor, el hecho casteller genuino ha cambiado radicalmente. Hasta aquí, fuera nostalgias. La evolución es imparable. Además, parece claro que en todo este proceso hay aspectos positivos.
Sin embargo, en esta transformación, no se debería perder el espíritu de bonhomía tan propio del mundo casteller. Para los que hemos sentido los castillos como cosa propia, se nos hace difícil contemplar abucheos de parte y de división. ¿Qué ha sido de aquella cordialidad? ¿El mundo integrador y de cohesión se ha convertido en excluyente y partidista? Un viejo casteller me quiso tranquilizar. «Esto es cosa de los de Junts. Han recibido la consigna de pitar a Illa allí donde vaya»… Qué consuelo. ¿Se lo han quedado? ¿Tanta mala suerte es posible? Y, sobre todo, ¿es irreversible?