Vivimos unos tiempos en los que el pesimismo está cargado de razones. Polarización, predominio del discurso de la derecha extrema, manipulación informativa, peligro de guerra, precariedad, exclusión social, pobreza, calentamiento global, falta de expectativas, inseguridades e incertidumbres diversas…

La idea de progreso sobre la que se sustenta la civilización occidental desde la Ilustración se ha demostrado más débil de lo que esperábamos. Ahora, cuesta mucho defender la idea de progreso. Dentro de las clases subalternas, probablemente seamos la última generación que ha conseguido unas seguridades y unos niveles de bienestar aceptables, mejores sin duda que la generación de nuestros padres, al igual que nuestros padres mejoraron y mucho los de nuestros abuelos.
La generación de nuestros hijos, con mucha formación y habiendo vivido en un entorno cultural y tecnológico relativamente cómodo, tiene muy difícil evitar que su situación social, económica, material y de independencia para construir su propio proyecto de vida empeore. Otra cosa es si se pertenece al núcleo acomodado de esta sociedad de ganadores y perdedores hacia la que hemos evolucionado, en la que ya no es posible la clase media.
El mundo del establishment, de las élites, es cada vez más otro mundo. Ya no hay parámetros ni posibilidades remotamente parecidas o comunes. La crisis de la política actual, con escasa credibilidad de sus formas y contenidos, así como la eclosión y predominio de formas extremas vinculadas a la indignación de la ciudadanía, no es algo temporal, una explosión momentánea, sino más bien un movimiento profundo que tiene que ver con la infeudación de la política por parte de la economía, o lo que es lo mismo para el establishment beneficiario del capitalismo desencadenado.
La democracia ha sido vaciada sino de todo contenido, sí al menos de buena parte de él. El neoliberalismo mantiene una relación poco feliz con la democracia, algo evidente si tenemos en cuenta que la sociedad democrática se sostiene sobre el trabajo remunerado, algunas seguridades y ciertos límites a la desigualdad. Una vez dinamitado todo esto, una vez el famoso ascensor de la movilidad social hace ya tiempo que sólo funciona hacia abajo, se produce una merma enorme del capital social. El nuevo capitalismo está consiguiendo que haya crecimiento sin empleo y que la población tenga miedo y acepte cualquier cosa. Se criminaliza de la pobreza y el Estado-nación va quedando ahora reducido a sus funciones penales de vigilancia y castigo.
En la recuperación de la política como actividad y función extremadamente honrosa, habrá que aprender a distinguir a los líderes de los mesías, las propuestas razonables del populismo. Todas las promesas de redención, ya sea en el cielo como en la tierra, han acabado con formas de dominación. En la nueva política ha adquirido un renovado protagonismo una narrativa basada en la desinformación y el miedo. El peligro del populismo es grande allí donde las estructuras democráticas son especialmente débiles. Se impone el recuperar los valores inherentes a la cultura democrática de tolerancia, reconocimiento, respeto a la diversidad y la razón ilustrada como base de cualquier debate y discusión. También distinguir los hechos veraces de las meras invenciones fraudulentas.
Se impone no seguir ignorando por más tiempo nuestros problemas comunes y «nuestro destino común». Para ello necesitamos un marco de interacción política y moral. Se requiere un proyecto institucional de signo cosmopolita, consistente en la consolidación de un derecho público democrático a nivel mundial que revise y supere el concepto tradicional de soberanía. El modelo liberal de soberanía vinculada a un territorio ya no sirve, cuando los grandes desafíos se han desterritorializado precisamente.
Si la globalización ha supuesto el triunfo de dinámicas transfronterizas, se ha alterado la democracia y el control de los gobiernos a nivel nacional. Para que esto sea posible, el concepto de ciudadanía debe seguir avanzando, si puede ser sin retrocesos étnicos y tribales, hacia un cosmopolitismo en el que la misma noción de ciudadanía no esté basada en la pertenencia exclusiva a una comunidad territorial, sino en normas y principios generales que puedan ser arraigados y utilizados en diversos escenarios, una ciudadanía de varios niveles, con una legitimidad democrática de varias capas. Se impone lo múltiple y lo complejo.
Parafraseando a Tony Judt y su pragmática defensa de la socialdemocracia, podríamos concluir que la política democrática no representa un futuro ideal; ni siquiera un pasado ideal. Pero es la mejor de las opciones que tenemos hoy, justamente para recuperar el presente y el futuro.