Para bien y para mal, Jordi Pujol ha ejercido una influencia política y económica determinante en Cataluña en los últimos 65 años, durante 23 de los cuales (1980-2003) fue presidente de la Generalitat. Como dijo el presidente del Parlament, Josep Rull, en el acto de homenaje que le hizo el 29 de noviembre pasado en el pueblo de Castellterçol la Asociación de Amigos de Enric Prat de la Riba, ha sido «el padre de la nación catalana moderna».
Sus cimientos ideológicos –el patriotismo conservador y el catolicismo postconciliar– han modelado a un sector de la sociedad que, durante dos décadas, dio amplias mayorías en las elecciones autonómicas a la coalición Convergència i Unió (CiU). Su liderazgo moral sobre este espacio ha sido incuestionable y dura hasta nuestros días, aunque, formalmente, esté retirado de la vida pública.
Hoy, Jordi Pujol está imputado y pendiente de juicio por el tesoro no declarado que su familia tenía escondido en Andorra y en otros paraísos fiscales. El partido que fundó, CDC, fue disuelto a causa de los numerosos casos de corrupción que lo carcomieron.
Cuando en 2012, el albacea de su legado político, Artur Mas, lideró el tránsito de este espacio nacionalista conservador hacia la apuesta independentista, a Jordi Pujol ya le pareció bien. Es más, sabiendo que Artur Mas ha sido, en todo momento, un títere en sus manos, es lógico deducir que él fuera el impulsor en la sombra de la estrategia secesionista, activada después de que el heredero de la dinastía, Oriol Pujol, fuera pillado haciendo tráfico de influencias con las ITV y obligado a dimitir de todos sus cargos.
Jordi Pujol ha dicho en Castellterçol que él no ha sido nunca independentista y que siempre ha sido partidario de un entendimiento con y dentro de España para preservar la identidad y la lengua de Cataluña. Pero esto no es cierto. El expresidente de la Generalitat siempre ha tenido como modelo y referente al Estado de Israel, por influencia directa de la familia judía Tannembaum, socios en la fallida aventura de Banca Catalana.
La implantación de un Estado catalán, a imagen y semejanza del Estado sionista, ha sido el sueño secreto de Jordi Pujol y ha trabajado toda su vida para hacerlo realidad. «Hoy paciencia, mañana independencia» era la consigna que circulaba en las filas pujolistas durante el largo mandato de CiU, y Jordi Pujol –»tú ya me entiendes»- nunca dejó de alimentar esta expectativa.
Ni la consulta del 9-N del 2014 ni el referéndum del 1-O del 2017, ambos declarados inconstitucionales, no se habrían celebrado sin la aquiescencia, entre bambalinas, de Jordi Pujol, aunque formalmente estuviera jubilado de la actividad política. De manera disciplinada, él y su difunta esposa, Marta Ferrusola, hicieron acto de presencia en las urnas de la consulta no referendaria y del referéndum.
Si Jordi Pujol, como afirma ahora públicamente, nunca ha sido independentista ¿cómo se explica que no impidiera que su albacea, Artur Mas, se involucrara decididamente y liderara el proceso secesionista? Conociendo su carácter autoritario y su ascendencia sobre el «mundo convergente» (se llamara PDECat o se llame Junts), es impensable e imposible que las grandes decisiones estratégicas que tomaron Artur Mas y Carles Puigdemont no contaran con su validación previa e imprescindible.
Carles Puigdemont no tiene madera de líder ni es un electrón libre. Forma parte de una línea de sucesión que emana de Jordi Pujol, a quien rinde vasallaje y obediencia. Su destino ha sido decidido y está en manos del «padre de la nación catalana moderna». No en balde, colaboradores íntimos y de la máxima confianza de Jordi Pujol han hecho posible la creación y el mantenimiento del «exilio» de Waterloo.
El proceso independentista ha acabado con un fracaso total y, durante estos 12 años, Cataluña ha perdido prestigio y empuje. Además, nueve dirigentes del 1-O –entre los cuales los pujolistas Josep Rull, Jordi Turull, Joaquim Forn y Jordi Sànchez– pasaron casi cuatro años en la cárcel, hasta que Pedro Sánchez los indultó, y centenares de independentistas de buena fe han sufrido la represión policial y judicial.
En última instancia, Jordi Pujol -por acción y/o por omisión- es el máximo responsable de todo este disparate. Él y todos sabemos positivamente que si en 2012, cuando empezó el proceso, hubiera hecho una comparecencia pública desautorizando con contundencia la canción del «derecho a decidir» y, en definitiva, la independencia -como ha hecho ahora-, no habríamos llegado donde llegamos el 2017.
El año 2012, ni Jordi Pujol ni su hijo primogénito ni el resto de la familia no estaban imputados judicialmente por el dinero escondido en Andorra y en otros paraísos fiscales. Solo había caído Oriol Pujol, por ambicioso y tonto: él también quería un chalé en la Cerdaña y grandes coches, como algunos de sus hermanos, y sucumbió a la tentación de la corrupción.
El ex-presidente tenía, por consiguiente, su prestigio político y social intacto. ¿Por qué no dijo las cosas claras en aquel momento, como ahora ha hecho en Castellterçol? ¿Por qué no asumió que su hijo Oriol, a quien había preparado cuidadosamente para la sucesión dinástica, era un sinvergüenza y, en vez de desenterrar el hacha de guerra y lanzar a la gente a la calle por la independencia, no pensó por el bien y el futuro de Cataluña?
En su discurso de Castellterçol, Jordi Pujol ha reconocido que la vía independentista fue y es un error. Si realmente lo cree, lo tendría que haber dicho en 2012. El proceso ha tenido un altísimo coste personal para muchísima gente que se lo creyó y participó en las movilizaciones.
A consecuencia del consejo de guerra por los hechos del Palau de la Música (1960), Jordi Pujol fue condenado a siete años de prisión, de los cuales solo cumplió dos y medio. Los nueve dirigentes independentistas que fueron procesados y condenados por el 1-O ¡se pasaron casi cuatro años entre rejas! ¿Quién lo ha pagado más caro?
«España es un país muy poderoso, que tiene una de las dos o tres lenguas más importantes del mundo. Que está metida por todas partes. Podemos aspirar a salvarnos, pero lo tenemos que hacer a través de negociar con España», afirmó Jordi Pujol en Castellterçol, para justificar su aversión al independentismo. Esto ya lo sabía en 1960 y en 2012, pero decidió enviar a la masa de sus seguidores al precipicio.
Como en el caso del Estado de Israel, Jordi Pujol es plenamente consciente que la independencia tiene un altísimo coste social, con sangre, sudor y lágrimas. Pero fomentó y alimentó el gran engaño, provocando un desastre emocional y económico en Cataluña que tardará en cicatrizar.
Es de lamentar y denunciar cómo el conducator ha jugado impunemente con las ilusiones de la buena gente que se tragó el cuento de la independencia. Muchos de ellos han sufrido una profunda decepción y Jordi Pujol todavía les debe un perdón público, después de la humillación que les infligió en Castellterçol.