Este otoño es una especie de bomba mediática continua, al menos si nos plegamos sin discusión a las dinámicas impuestas en prensa escrita y audiovisual. Como no quiero hacer un decálogo me centraré en el último mes, ejemplar desde todas las negatividades.
El primer asunto fue el caso Errejón. Durante casi una semana la gran esperanza blanca de la izquierda española, muchos lo vimos cuando apareció como anhelo de cambio, se convirtió en un monstruo, se habla de infinitas denuncias debidas a actos casi inhumanos y Cristina Fallaràs resurgió de sus eternas cenizas erigida en impecable altavoz de todas aquellas mujeres vejadas por los abusos de los poderosos.
De pronto llegó la Dana y con ella la tragedia y el silencio sobre el caso que tantas opiniones había suscitado. Pasadas unas semanas ha salido el libro de la periodista, en apariencia sin mucho eco, y el antiguo portavoz de Sumar ha aprovechado el tiempo para movilizar recursos y defenderse de la explosión, bien condimentada por unos ejemplares que deberían desaparecer del panorama: los tertulianos. ¿Hay algo malo en esta tipología? Si, sobre todo cuando siempre son los mismos y no tienen argumentos racionales, sólo ruido indigesto en representación de los partidos políticos, pues es alucinante ver cómo la mayoría son mensajeros bien pagados de los mismos, en muchos casos, más en Cataluña, como paso previo al salto a la arena de siglas y falsas ideologías.
Con el tema valenciano hicieron el ridículo, muy en su línea, amplificada porque una parte importante de los medios ha considerado que el periodismo para tratar la catástrofe no debía ser informativo, sino emocional, una forma perfecta de vender la moto yendo al lugar de los hechos mientras se arrancaban cuatro lágrimas a los espectadores, a los pocos días cansados de la opereta nociva, aprovechada también por nuestros representados, como cuando un diputado innombrable del PP acusó a la vicepresidenta Ribera de no haber ido a los pueblos afectados, como si esto fuera una garantía de trabajo bien hecho. En toda esta crisis ha faltado, con la honrosa excepción de algunos programas, voluntad de congregar a expertos que hablaran a la ciudadanía de problemáticas más complejas, como las urbanísticas o todas aquellas con capacidad para explicar que supone una reconstrucción, pero, claro, era más interesante fomentar el morbo mientras una espiral de estiércol pestilente llenaba las redes sociales, bien sacudidas por la victoria electoral de Donald Trump, cuestión tratada sí, si bien un poco de puntillas, como si fuera prescindible un triunfo brutal para mostrar el punto álgido de unas dinámicas históricas muy jodidas, provenientes del giro conservador de finales de los setenta y principio de los ochenta.
A veces parece como si los responsables del mundo mediático se hayan puesto de acuerdo para crear grandes maniobras de distracción y tratar al consumidor de sus noticias como un perfecto imbécil. Con toda probabilidad creen tenerlo fácil. No hace mucho, cuando se ponía el acento en la inmigración, una encuesta mostró cómo muchos españoles se preocuparon durante pocos días por la llegada masiva de forasteros, algo olvidado a la siguiente ola de preguntas, donde nadie lamentaba el adiós de Rafa Nadal, a quien durante veinte años un mandamiento no escrito prohibió criticar, como si fuera, lo era, intocable a partir de sus éxitos deportivos y la representación de unos valores. La matraca con el balear ha sido insoportable toda la semana y, a mi juicio, una falta de respeto, como lo es no poder esgrimir determinados pensamientos sobre Israel o no pisar en la calle. Si muchos compañeros lo hicieran la mani contra los alquileres abusivos del 23N no hubiera sido ninguna sorpresa aplastante, ya que muchas ciudades catalanas estaban llenas de carteles y el día a día tiene unas pautas bien diferentes a las emitidas por escrito o desde las ondas hertzianas.
¿Tiene sentido hacer de un duelo televisivo un hito cada dos por tres? Los tertulianos que antes he criticado definieron de histórica la decisión de David Broncano de pasar imágenes de buitres por los movimientos mafiosos de su oponente en la lucha por el share, Pablo Motos. Si todo es histórico nada lo es, o quizá sí, pues histórica es la tomadura de pelo constante a la que nos vemos sometidos y así es imposible escapar de la provincia, una quimera cuando se ponen sobre la mesa praxis indignas, simbolizadas hasta el paroxismo como metáfora de país con las loas al ganador de veintidós grandes torneos, protagonista de una carrera increíble, pero mira por donde nunca la comparan con la de científicos u hombres de cultura, desaparecidos del mapa, en especial si no encajan con el pensamiento único.
Por eso, según otro sondeo, Pérez Reverte es considerado el mejor escritor español, cuando es otro prodigio de enbarrar y escupir mierda sin ninguna intención de fomentar un debate para mejorar el país, característica compartida con muchos columnistas vendidos a la desinformación, que no es solo cosa de Elon Musk.