El Triangle

La corrosión de la desigualdad

Si algo corrompe a nuestras sociedades es el aumento continuado de la desigualdad económica y social. Los aumentos de la producción, la productividad y la riqueza a escala global no cuentan con mecanismos de nivelación, sino de procesos que llevan justo a lo contrario. No es sólo la cantidad ingente de personas que todavía viven por debajo del umbral de la pobreza sino que la iniquidad, el aumento de la desigualdad económica, de posibilidades y perspectivas, erosiona el mismo concepto de sociedad y lleva a la toma de posiciones políticas nihilistas y extremas.

Susana Alonso

Fue a partir de los años ochenta del siglo pasado cuando esta dinámica se aceleró, produciendo la confluencia del predominio político y económico liberal-conservador, con el proceso de mundialización del comercio y la circulación de capitales. La internacionalización de algunos factores económicos, no era un tema baladí como tampoco sus efectos en la sociedad resultaban neutros. Las grandes corporaciones tomaban el mando, las fusiones les daban una nueva dimensión más acorde al nuevo escenario, y la posibilidad de los estados nacionales para someter la dinámica económica a los intereses de la colectividad iban perdiendo eficacia.

Mientras tanto, unos 2.000 millones de personas tienen ingresos diarios inferiores a los 2 dólares, mientras la familia Walton propietaria de Wal-Mart, ingresa unos beneficios anuales de cerca de 20.000 millones de dólares; es decir, el equivalente al salario anual de 30 millones de esos trabajadores que no han tenido la suerte de caer en el lado bueno de la economía mundial. Y no es que esa acumulación de capital en manos de la familia Walton revierta en pro de acciones inversoras que mejoren la economía y la productividad a través de investigación y desarrollo. En amplias zonas de la América media “el efecto Wal-Mart” actúa como una auténtica lluvia ácida de empobrecimiento, detrás de sus bajos precios.

Hace poco más de 200 años, en la época de la Ilustración, el nivel de vida de cualquier lugar del planeta nunca llegaba a duplicar a la región más pobre. Hoy el país más rico, Qatar, presume de tener una renta per cápita que es 428 veces la del país más pobre, Zimbabwe. Pero si tomáramos como referencia las rentas más altas de Qatar y las más bajas de Zimbabue, la cifra resultante resultaría casi pornográfica.

No sólo es que las rentas no se hayan “filtrado” de los países ricos a los pobres como habían previsto los sacerdotes de la nueva verdad del mercado eficiente, tampoco lo han hecho dentro de los países. En Estados Unidos y por no ir de manera demagógica a los extremos máximos, la renta media del 10% más rico representa 14 veces la renta del 10% más pobre. Los países con mayor papel del Estado en la economía tienen niveles de desigualdad notablemente menores que aquellos en los que el papel público ha sido anecdótico. Mientras en Suecia el 20% más rico dispone del 36% de la riqueza, en Estados Unidos, el 20% mejor situado acumula el 84% de la riqueza; todavía la diferencia es abismal.

Según el PNUD, 2.500 millones de personas carecen de luz eléctrica, 2.400 millones carecen de acceso a servicios sanitarios, 1.500 millones carecen de agua potable, lo que conlleva 30.000 muertes diarias por los problemas de salud, y todavía hoy casi 1.000 millones de adultos están condenados por el analfabetismo. Y no es ya un problema de escasez, sino de reparto.

El 15% de la población mundial realiza el 70% del consumo. Las doscientas personas más ricas tienen lo mismo que 3.000 millones de personas. Y lo que es peor no es el retrato fijo, sino la tendencia a un continuo aumento de desigualdad. En Estados Unidos, 400 personas dominan el 12% de su PIB y un 1% de la población tiene ingresos equivalentes al 95% de sus ciudadanos. En España, la situación no es mejor. 1000 personas controlan el 75% del PIB y 20 familias son propietarias de una cuarta parte del capital de las empresas del Ibex.

La desigualdad ha puesto en jaque al mismo sistema económico y nos encontramos al final de un trayecto en el que se impone un cambio de paradigma, o si se me permite, un New Deal, un nuevo reparto de trabajo, de renta, de oportunidades y objetivos. Algunos prestigiosos economistas y pensadores sociales, con fama de sensatos y moderados, llevan años insistiendo en que un modelo de desigualdad creciente es insostenible en términos económicos, en términos sociales y en términos políticos, pudiendo ser la primera víctima de la polarización el propio sistema democrático, que se sostiene sobre unos niveles mínimos de estabilidad que emanan de unos ciertos límites de la iniquidad.

Como conocen bien los países del Tercer Mundo, no existe cohesión social sin un mínimo de bienestar compartido. Hace 500 años, las regiones más ricas sólo multiplicaban 1,8 veces la riqueza de las regiones más pobres. Hoy en día, la disparidad regional máxima de la riqueza requiere ya de un multiplicador de 20. En 1970 había unos 90 millones de desnutridos en África, en 2020 sobrepasan los 400 millones.

Esto no es progresar adecuadamente.

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