A lo largo de la historia, los seres humanos hemos probado diferentes maneras de organizar la vida en comunidad. Por último, y después de siglos de muchos cambios, hemos visto que el sistema democrático es el que mejor garantiza la participación y la representación política del conjunto de la ciudadanía, los derechos fundamentales, una prensa libre, el respeto a las minorías, el progreso económico y social, y la convivencia entre distintos. Es muy posible que cualquier lector que esté leyendo estas líneas piense que en algunas ocasiones estos elementos se ven más asegurados en el terreno teórico que en el práctico. Y, en cierto modo, es verdad. Sin embargo, soy de los que piensa que a menudo se pasa por alto o se explica poco desde la esfera pública o mediática que las democracias liberales exigen sacrificios, renuncias y escucha activa para que éstas funcionen. Asimismo, la convivencia democrática reclama la necesidad continua de diálogo, entendimiento y transacción si se quiere preservar este modelo.
Señalo todo esto porque desde hace un tiempo -quizás hay que retroceder hasta el 15M-, y a la vista de los resultados de los sucesivos procesos electorales, la desafección política se ha instalado en la vida pública española. Quizás el síntoma más evidente (y más angustioso) de esta deriva es el aumento de formaciones políticas extremistas y nacional-populistas que hacen una enmienda a la totalidad a los consensos democráticos de las últimas décadas y que anhelan el retorno a sistemas autoritarios del pasado; el auge, promovido por estas opciones, del insulto y la descalificación hacia quien piensa diferente y de noticias falsas que buscan que el sistema salte por los aires; la sensación de que los partidos más tradicionales no ofrecen respuesta a los retos actuales; y el aprovechamiento, por parte de las fuerzas de derecha y extrema derecha, del desencanto y de la sensación de abandono para profundizar aún más en la actual dinámica de polarización política y convertir el debate público, que debería ser un ágora de contraposición de argumentos, en un espacio que se asemeja más a un ring de boxeo o a un campo de fútbol.
Otro de los indicios, en este caso positivo, de esta nueva situación es el incremento de la oferta política y, en consecuencia, un mayor pluralismo, lo que en la práctica dificulta la gobernabilidad en la mayoría de administraciones públicas, pero que al mismo tiempo obliga a las diferentes formaciones democráticas a armonizar posturas y a llegar a un mínimo de acuerdos.
En este contexto, desde hace algunos años algunas voces intelectuales defienden la necesidad de renovar el contrato político y social forjado con el retorno de la democracia. Un nuevo gran acuerdo, ciertamente, que debe construirse sobre las bases de un consenso entre las fuerzas políticas, la ciudadanía, los agentes económicos y sociales y la sociedad civil, y que debe buscar volver a unir una parte importante de población con las instituciones públicas.
La devastación que provocó la DANA en la provincia de Valencia es el último gran ejemplo sobre la necesidad imperiosa de que se forje este gran consenso. Una de las patas de este contrato debería ser reforzar y afianzar el papel de las instituciones públicas. Como se ha visto, por ejemplo, en la gestión de la crisis de los aguaceros en Valencia, es importante el papel de la ciudadanía, pero quien tiene la legitimidad y el deber de liderar, coordinar y dirigir las acciones a llevar a cabo son las administraciones.
Por otra parte, y no está de más recordarlo, una de las grandezas y fortalezas de la democracia es que los líderes políticos se someten periódicamente a la evaluación pública, por lo que la ciudadanía siempre puede mostrar su conformidad o disconformidad hacia su gestión o propuestas en unos comicios.
Son varias las patas que debería tener este pacto, pero hay dos imprescindibles: el reforzamiento y la mejora de los servicios públicos (con la pandemia y la DANA ha quedado patente que sin ellos no somos nada); y la lucha contra el cambio climático (nos va en ello el presente y el futuro como puede verse con los últimos fenómenos meteorológicos).
Soy consciente de la dificultad de la empresa, vista la crispación existente y las mayorías parlamentarias en el Congreso, pero las fuerzas políticas democráticas, especialmente las progresistas, tienen el deber de liderar cambios ordenados y transformadores si no quieren que la antipolítica lo embarre todo.