Uno de los focos informativos que centró la política europea de la semana pasada fue el plan excéntrico e inhumano del ejecutivo italiano de deportar a más de una decena de inmigrantes a centros de identificación y repatriación situados en Albania. Si bien es cierto, afortunadamente, que la justicia rechazó el proyecto de Giorgia Meloni, lo más angustioso fueron las declaraciones de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en las cuales señalaba que había que “extraer enseñanzas” de la medida adoptada por la primera ministra italiana.
Las palabras de la dirigente conservadora alemana son altamente preocupantes porque evidencian que, a día de hoy, el proyecto europeo corre el riesgo de desaparecer si esta es la deriva que se impone en los años que vienen. En este sentido, no está de más recordar que el plan migratorio propugnado por la mandataria italiana contraviene uno de los valores sobre los cuales nació y pivota la Unión Europa y que no es otro que la inviolabilidad de la dignidad humana.
Con todo, lo más alarmante de esta medida controvertida, pero también del conjunto del debate migratorio, es el marco que se emplea para abordarlo. Es decir, lo más grave no son las políticas adoptadas, sino los prismáticos que se utilizan para llegar a la conclusión de que aquella política es la mejor solución para combatir la inmigración. Dicho de otro modo, actualmente una parte importante de la clase política europea (y los resultados de las últimas elecciones comunitarias lo avalan) habla de los inmigrantes como si estos fueran una mercancía que se tiene que expulsar o trasladar a otros puntos del país o del continente porque, según defienden, solo aportarán elementos negativos. Obvian, premeditadamente, que muchos de ellos lo han dejado todo y se han jugado la vida para intentar tener lo que cualquier persona anhela: un futuro mejor.
Resulta evidente, en este sentido, que ningún ser humano deja su hogar y a su familia si percibe que en su comunidad o en su país tiene un horizonte de progreso, bienestar y prosperidad. Y, desgraciadamente, los que finalmente llegan a un país europeo y tienen la opción de emprender una nueva vida allí reciben el rechazo, cuando no el odio, de una parte de la ciudadanía que se hace sede el discurso extremista y falaz de las formaciones ultraconservadoras.
Por otro lado, y no menos importante, cuando se aborda esta temática se suelen pasar por alto dos elementos: el primero es que la población de origen extranjero suele llevar a cabo las tareas o los trabajos que los autóctonos no queremos hacer (desde trabajar en el sector de la construcción o cuidar a personas mayores pasando por limpiar domicilios u oficinas); y el segundo es que la inmensa mayoría de estudios elaborados aseguran que necesitaremos a la inmigración para revertir la bajada demográfica que está sufriendo Europa si queremos mantener el actual modelo de vida.
¿Y cuál es el papel de la izquierda en todo este debate público? Soy del parecer de que estos sectores políticos se equivocan cuando enfatizan la importancia de endurecer las fronteras. Sin ir más lejos, es lo que está ocurriendo en Alemania. Por este motivo, no está de más recordar que justamente el proyecto comunitario nació para derribar los muros y para crear un espacio de derechos y libertades que destacara, precisamente, por unir la diversidad social, política, religiosa, cultural y lingüística de los Estados que lo componían.
Por eso, precisamente, los líderes progresistas no solo se tienen que oponer a las políticas de Meloni, sino que tienen que capitanear la construcción de una nueva narrativa política y social que tiene que pivotar sobre diferentes patas: una mayor redistribución de la riqueza (cuando esta no existe tienden a crecer las desigualdades y a aumentar los adeptos al discurso contrario a la inmigración); la integración de los recién llegados (la administración tiene que garantizar que pueden acceder a todos los servicios públicos y que tienen los mismos derechos, deberes y oportunidades que los ciudadanos nacidos aquí); una apuesta por la convivencia y la paz social (hay que reconocer el pluralismo existente y explicar de forma pedagógica todo lo que aportan a nuestra sociedad los ciudadanos venidos otros puntos geográficos); y, finalmente, una mayor inversión pública en los países de origen para que estas personas no tengan que irse de su casa para emprender su proyecto de vida.
En conclusión, la izquierda tiene que vertebrar una alternativa de modelo en esta materia si no quiere quedar absorbida por el marco mental de unas fuerzas políticas conservadoras que están cada vez más a la derecha y que ponen en peligro el paradigma de convivencia entre diferentes que ha ayudado a construir la Unión Europea.