Uno de los “regalos envenenados” que ha heredado el gobierno del presidente Salvador Illa es la contraposición y confrontación entre Barcelona y el resto de Cataluña, fomentada a fondo, por espurios intereses políticos partidistas, por el pujolismo y, después, por el independentismo. Hay que decirlo claro: no hay Cataluña sin Barcelona, ni Barcelona sin Cataluña, y los intentos de dividir ambas realidades son reaccionarios y contraproducentes para los 8 millones de habitantes que vivimos en esta comunidad. Barcelona necesita de Cataluña y Cataluña necesita de Barcelona.
Pero Barcelona tiene que asumir que es mucho más que los diez distritos que conforman la ciudad. Sus fronteras con L’Hospitalet, Esplugues y Sant Adrià de Besòs están absolutamente difuminadas. Lo mismo pasa con muchas ciudades de su entorno, que se han convertido en un continuo urbano, aunque pertenezcan administrativamente a distintos ayuntamientos: Esplugues-Cornellà-Sant Joan Despí; Sant Just Desvern-Sant Feliu-Molins de Rei; Sant Boi-Viladecans-Gavà-Castelldefels; Sant Adrià de Besòs-Santa Coloma de Gramenet-Badalona, o Ripollet-Montcada i Reixac-la Llagosta-Santa Perpètua de Mogoda constituyen conglomerados íntimamente interconexionados.
Hay que tener presente que en el territorio del Área Metropolitana Barcelona (AMB), formado por 36 municipios, viven 3,3 millones de personas, de las cuales solo la mitad residen en la ciudad de Barcelona. El corazón que hace latir Cataluña es este conjunto de 3,3 millones de ciudadanos, que ocupan el 2% de la superficie del país, donde generan el 55% del PIB.
Si ampliamos el foco y nos dejamos de peleas de campanario, esta metrópolis real transciende los vértices oficiales del AMB (Castelldefels, Catellbisbal y Montgat) y extiende su vitalidad y su influencia orgánica a la corona que forman Mataró, Granollers, Sabadell, Terrassa, Manresa, Igualada, Vilafranca del Penedès y Vilanova i la Geltrú. Más de 5 millones de habitantes, que equivalen a la población del Gran Madrid.
Hablar de esto es, hasta ahora, un tabú, pero hay que esperar que, con la ambición y la inteligencia que demuestra Salvador Illa en estos primeros compases del nuevo gobierno, podremos cuestionarlo y romperlo, por el bien de todos.
Hay que repensar en profundidad, y sin apriorismos, la organización territorial y administrativa de la Cataluña del siglo XXI, para hacerla más eficiente y funcional. Parece obvio que el número de municipios existentes, 947, es excesivo e impracticable y, en muchos casos, sus funciones podrían ser subsumidas por mancomunidades o, directamente, por los consejos comarcales.
También hay que reformular los límites de las provincias que, en algunos casos -como el de la Cerdaña- son aberrantes. La alternativa tampoco son las veguerías, tal como han sido delimitadas. Adherir la comarca de Anoia a las del Penedès y del Garraf es un disparate, puesto que se trata de un valle tributario del Llobregat y, por lo tanto, plenamente insertado en la dinámica metropolitana.
En cambio, hay dos realidades territoriales muy coherentes -las Tierras del Ebro y el Alto Pirineo- que merecen tener su propia diputación, región o veguería y disponer de un presupuesto y de una organización autónoma. El Valle de Arán es un caso aparte y tiene que tener plenamente reconocida su singularidad cultural y política, fuera del ámbito administrativo del Alto Pirineo.
El Parlamento de Cataluña tiene que afrontar debates y decisiones cruciales. Por ejemplo, dar más competencias y capacidad de generar recursos fiscales al AMB, diluyendo las fronteras municipales existentes. Repensar y fortalecer las funciones de los consejos comarcales, en especial en las zonas rurales, y eliminar los que no son operativos, como por ejemplo los del Baix Llobregat y el Tarragonès, porque están incrustados en áreas metropolitanas.
Las diputaciones provinciales tienen que ser objeto de profunda reflexión, tanto de sus límites como de sus competencias, y se tiene que avanzar hacia su plena coordinación e integración en la Generalitat. No se trata de hacer revanchismo histórico ni experimentos de aprendices de brujo: hay que ser práctico y optimizar los recursos públicos, tal como propugna el presidente Salvador Illa.
Tenemos unas diputaciones “ricas”, en contraposición con unos ayuntamientos y una Generalitat que sufren crónicos problemas de infrafinanciación. Más allá que Salvador Illa consiga una buena financiación “singular” para Cataluña, es obvio que los recursos tienen que fluir y se tienen que distribuir de manera racional y equitativa entre los cuatro niveles de administración que tendríamos que tener: municipios/consejos comarcales, las áreas metropolitanas de Barcelona y Tarragona; las diputaciones/veguerías/regiones y la Generalitat.
Del mismo modo que la Generalitat republicana estableció la división comarcal a partir de los trayectos que hacían los campesinos y los arrieros en carro para ir al mercado, la Generalitat del siglo XXI tiene que repensar la organización territorial a partir de los flujos de movilidad actual (autopistas, cercanías, metro…), velando para que todos los ciudadanos, vivan donde vivan, tengan un acceso fácil e igualitario a servicios públicos de calidad.
Este principio de igualdad también tiene que presidir la nueva ley electoral que Cataluña no tiene. La que tenemos vigente es la española, que consagra un trato diferenciado en el reparto de escaños, en función de la densidad demográfica de cada circunscripción provincial. Esto perjudica, descaradamente, a los habitantes de la demarcación de Barcelona, que están infrarrepresentados y que ha condicionado, desde 1980, la composición del Parlamento y el color político del gobierno de la Generalitat, casi siempre nacionalista y de derechas.
Desde hace muchos siglos, la historia de Cataluña se ha escrito en clave de las divisiones y fracturas internas: la biga vs. la busca, nyerros vs. cadells, borbónicos vs. austriacistas, liberales vs. carlistas, republicanos vs. monárquicos, socialistas vs. pujolistas… Y, en otros ámbitos: comarcas vs. Can Fanga, wagnerianos vs. verdianos en el Liceo, Barça vs. Español vs. Girona en fútbol, Reus vs. Tarragona, Sabadell vs. Terrassa, azules vs. blancos en Granollers…
La rivalidad y la competición siempre son sanas. El pluralismo y el respecto a las minorías son la base de la democracia. Dicho esto, Cataluña necesita estar unida para ser más fuerte en el mundo globalizado y, en este sentido, la fusión de la Cataluña metropolitana con la Cataluña urbana y la Cataluña rural es imprescindible para salir del pozo en el cual hemos caído.