Actos institucionales aparte, ésta ha sido una Diada que ha puesto en evidencia el final de El Procés. En lugar de reafirmación y rearme independentista, se ha puesto de manifiesto el todos contra todos airado y la no aceptación de que la mayoría de la ciudadanía de Catalunya ya no está por la labor. Antes de que se la apropiara el independentismo, la fiesta nacional era eso, festiva, con toques de reivindicación, pero fundamentalmente integradora de todo tipo de sensibilidades y, en ningún caso, excluyente de nadie.

Ciertamente que en algunas ediciones, bastantes, el independentismo supo darle el tono épico y un horizonte utópico que llevó a exhibiciones públicas, auténticas performances bastante exitosas. Pero la excitación generada no ha podido mantenerse en el tiempo porque se ha evidenciado que se sostenía sobre argumentos y estrategias muy débiles, obviando, además, que se dejaba fuera una parte relevante y probablemente mayoritaria de Cataluña que no se sentía llamada, ni a nivel simbólico ni práctico, a derribar falsos muros que nos llevarían a un futuro esplendoroso inexistente.
La sociedad catalana es compleja, diversa y plural. Los sentimientos de pertenencia, como en todas partes, no son homogéneos y aún menos el sentido de la identidad puede ser un universo unitario. Cada uno se la construye con los fragmentos de aquí y de allá que le interesan. Esto que se llama la «identidad nacional», en realidad no existe. Es un invento de algunos que intentan convertir en homogéneo lo que no lo es, ni sería bueno que lo fuera. Para sostener un ruidoso discurso de resistencia contra una pretendida opresión irrespirable, estos días la profusión de sandeces historicistas sobre Catalunya y España que llegan a decirse dañan al oído y también al conocimiento histórico. He oído a todo un presidente del Parlament afirmar que «las naciones tienen dos derechos, y el primero de ellos es el de sentirse completos». Una auténtica estupidez que no se fundamenta en nada. Todo vale.
Aparte de que los partidos independentistas no vivan su mejor momento exhibiendo discursos y maneras poco integradoras para el propio movimiento, las que se autodenominan “entidades de la sociedad civil” han aprovechado para hacer afirmaciones antipolíticas y de superioridad moral respecto a los partidos que las crearon, que dudo de que las lleven a ninguna parte y no están exentas de cierta peligrosidad en términos democráticos.
Tanto la ANC como Òmnium son artefactos creados o impulsados por los partidos independentistas y es lógico que sufran las contradicciones que las mutaciones estratégicas de éstos conllevan. Sus dirigentes no representan a casi nadie y suelen ser cooptados entre gente «conocida». El papel de Lluís Llach está siendo patético y más digno de un individuo de barra de bar que de alguien con su trayectoria musical y artística. Su obsesión enfermiza con relación al President Illa y el PSC denota que no es alguien que pueda representar nada en estos momentos.
En cuanto a Òmnium, mantiene algo más las formas, pero hace tiempo que dejó de ser una entidad cultural para convertirse en un instrumento político al servicio de la causa y estrategia independentista. Lo que ha pasado esta semana en torno a la Diada evidencia el fracaso de la estrategia independentista y una desmovilización que no creo que sea puntual.
Se han quemado todos los cartuchos en el altar de una pretensión fallida. Tampoco se puede engañar a la gente de forma continuada. Lo poco que queda, se sostiene sobre unos medios de información que, mayoritariamente, siguen enalteciendo y sosteniendo el movimiento. En esto, nada ha cambiado. Ayudan a mantener una ficción en la que, ahora, ya se le ven mucho las costuras.
No sé si en los próximos años será posible recuperar una fiesta nacional en la que todo el mundo se sienta incluido y sea más o menos partícipe. Sería necesario que quienes la han colonizado en un determinado sentido dejaran de hacerla exclusiva, que se recobrara un cierto sentido de espacio compartido de civilidad y catalanidad, la afirmación de pertenecer a una sociedad que no pretende hacernos iguales, sino sencillamente conciudadanos que compartimos lengua, cierta noción de cultura y, especialmente, unos valores democráticos.