Tiempo para el diálogo, la paciencia y la audacia con Illa de presidente

Si todo va como está previsto, Salvador Illa será investido presidente de la Generalitat esta misma semana. Lo será, y vale la pena recordarlo, porque ha reunido los apoyos parlamentarios necesarios, pero sobre todo porque obtuvo un notable apoyo de la ciudadanía el pasado 12-M. En cualquier caso, y como era de prever vista la política catalana de los últimos lustros, algunas voces, colectivos y líderes independentistas, sobre todo del ámbito de Junts per Catalunya, ya han puesto en marcha la estrategia del miedo para que sus seguidores y votantes tengan la sensación permanente de que con un presidente que no proviene del espectro nacionalista, Catalunya corre el riesgo de desaparecer. Ninguna novedad.

La situación de cierta deslegitimación que está sufriendo el candidato del PSC, curiosamente, no se produjo ni con la investidura de Artur Mas, Carles Puigdemont o Quim Torra. Con ellos al frente del ejecutivo autonómico estaba garantizado el futuro y el progreso de Catalunya. Con Pere Aragonès ya no fue lo mismo, porque Junts había quedado por detrás de ERC, por lo que hicieron sudar tinta china al candidato republicano para demostrarle que si no presidían ellos el Consell Executiu, Catalunya no avanzaba ni tan bien ni tan rápido hacia la secesión. Incluso, el partido de Puigdemont salió del gobierno catalán pensando que en los siguientes comicios recuperaría la hegemonía en el campo soberanista y podría liderar un ejecutivo de matriz independentista sin problemas. Pero eso, como es sabido, no ha sucedido. Si bien es cierto todo esto, también hay que recordar que ERC limitó mucho sus opciones de gobierno después de acordar, junto al resto de fuerzas secesionistas, que no pactaría ningún ejecutivo con los socialistas tras los comicios del 14-F.

En cualquier caso, la conclusión es clara: si gobierna o, mejor dicho, si manda Junts, Catalunya va de forma espléndida. En cambio, si otros obtienen la confianza de la ciudadanía y del Parlament para gobernar el país, entonces estos son unos «traidores», unos «botiflers«, «unos malos catalanes» y «unos españolistas».

Además, es preciso tener presente, a diferencia de otros tiempos, que hoy en día las redes sociales suelen amplificar todos estos mensajes. Y, en una situación política inédita como la actual, los seguidores y votantes independentistas más irredentos tienden a multiplicar sus consignas, lo que provoca la sensación de vivir en un país que realmente no existe.

Se ha escrito y debatido mucho sobre los retos más urgentes que tendrá el gobierno de Illa y la oposición que deberá fiscalizar su acción política. Sin embargo, hay uno del que a menudo no se habla y es, precisamente, sobre el que pivotarán todas sus futuras políticas públicas. Y éste no es otro que la importancia de recuperar un debate político sereno, respetuoso, civilizado, que entienda que las diferencias se resuelven desde la palabra y la deliberación y no desde el ataque personal o identitario. Quienes también tienen una gran responsabilidad en esta labor son los medios de comunicación y, muy especialmente, los públicos, que tienen el deber cívico de contribuir a la configuración de un clima político más habitable y donde las diferencias no supongan un muro, sino una constatación del pluralismo y de la diversidad y, por tanto, de la relevancia de alcanzar acuerdos que contribuyan a la paz social.

Sin embargo, en caso de prosperar el camino que dictaron las urnas el 12-M, sería ingenuo pensar que será sencillo. Al contrario, hay múltiples organizaciones políticas y sociales que anhelan que descarrile. Declaraciones como las de Laura Borràs en las que señala que «ERC ha cambiado de bando» son un claro ejemplo, y eso que Illa aún no ha sido nombrado presidente.

En todo caso, y visto el panorama político, será primordial que el futuro gobierno catalán tenga enormes dosis de audacia y diálogo y, sobre todo, de paciencia e inteligencia política para pasar página a una etapa que ha enturbiado la convivencia y para poner punto final a una concepción patrimonialista del poder que es todo menos democrática.

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