Si nadie habla de ello no existe: 20 años del Fórum de las Culturas

Como el debate cultural es inexistente en nuestro país desde hace años muchos medios de comunicación llenan esta sección María del periódico con efemérides conmemorativas; pese a ello, no deja de ser algo curioso, ninguna se ha hecho eco de los veinte años del último gran acontecimiento que pretendía ser transformador en Barcelona: el Fórum de las Culturas.

Se celebró de la primavera al otoño de 2004 y para la mayoría de ciudadanos, no muy convencidos del esplendor económico del aznarismo, consistió en una operación inmobiliaria de altos vuelos con una serie de añadidos que preludiaban nuestro tiempo desde su banalidad, con el cénit de ver al alcalde Joan Clos subido en un autobús mientras bailaba con Carlinhos Brown, un señor que fue estrella durante esos meses y luego todos olvidamos, un poco como todos esos fastos de guerreros chinos y conferencias mal publicitadas.

Esta amnesia es algo querido por la administración. En 2023 presenté junto a un premio Ciutat de Barcelona un proyecto de ensayo a la editorial del Ayuntamiento para hablar del asunto protagonista de este artículo. No lo aceptaron, y he pensado en más de una ocasión sobre los motivos del rechazo, pues las autoridades condales de los últimos tiempos aman más bien poco la crítica, viéndola como un ataque cuando, en mi caso, suele nacer desde propuestas y argumentos.

Como amo poco eso de pensar mal la opción más lógica del NO deriva del relato desde una clara voluntad de desmemoria. BCN, la marca, vende la historia reciente de la capital catalana como un éxito mundial y claro, mostrar para cuatro gatos, los lectores de libros, el ridículo de dos décadas atrás no se considera muy apropiado o conveniente.

Entonces vendieron la moto de una segunda apertura al mar consistente en hoteles altísimos y reprodujeron, con pátina de modernidad, el plan de la Ribera del alcalde Porcioles de los años sesenta, cuando, bien apoyado por los jóvenes Jordi Pujol y Narcís Serra, quiso crear un barrio de ricos junto al mar, no para reducir la pobreza, sino para dar a amigos adinerados un lujo de primera.

Al lado del mismo, fuera en los sesenta o a inicios de nuestro siglo, se halla Sant Adrià del Besós y otros barrios del inmenso Poblenou, todos ellos por debajo del umbral de pobreza, a diferencia de su opulento vecino que goza de avenidas solitarias como García Faria, parques a rebosar de verde, centros comerciales asépticos y una explanada teñida de gris donde se celebró la gran fiesta ecuménica ideada por Pasqual Maragall, quien anunció su invención en 1996 con su habitual naturalidad.

Esta monstruosidad de cemento, alfa y omega de Barcelona, es un sensacional cúmulo de pecados originales. Uno de ellos es evidente desde su soberbia en dar la espalda a todos los márgenes de miseria desde la especulación. Otro clamoroso es como no contemplaron que edificaban la supuesta maravilla en el Camp de la Bota, donde los franquistas fusilaron de 1939 a 1952, justo cuando se inauguró el Congreso Eucarístico, el otro hito olvidado del top ten de transformaciones de la gran hechicera.

Solventaron el error hace poco con un patético memorial que recuerda a las víctimas de ese infausto período, patético y descuidado, como si bastara con ponerlo. A pocos metros, escondidas entre unas vallas, hay unas cuantas barracas, ajenas al lujo de rascacielos y a toda la frialdad del entorno, gris como su suelo, solo lleno de personas para festivales de carácter privado que no aportan beneficios a la ciudadanía, sólo a hoteleros y a empresarios codiciosos del cuanto más mejor.

Han transcurrido dos decenios y nada han hecho para reformar el desaguisado. Como viajo con frecuencia he observado otros ejemplos afines en Europa. Hace años Barcelona se creía la Milán del sur porque los catalanes anteriores al ‘procés’ vendíamos una fama de laboriosidad y eficiencia.

Ahora esto no se lo cree nadie y puede que la inacción con el Fórum esté relacionada con la decadencia, no como en la urbe lombarda, única victoriosa a la hora de aprovechar una Exposición Universal durante la presente centuria. Fue en 2015 y su gran aportación fue el BAM, un parc entre la estación central y Porta Garibaldi, dos centros ahora unidos por muchas hectáreas de verde respetuosas con el pasado y pletóricos de un presente para todos donde no podía faltar, sin ser una molestia, el clásico centro comercial.

¿Lo saben nuestros responsables? ¿Han meditado alguna vez sobre cómo contribuir a mejorar un quilómetro cero con propuestas válidas en consonancia con las necesidades de la época? No, porque, entre otros motivos, este tipo de ambición no es instantánea en los periódicos, está alejada del centro y no beneficia a los mecanismos de la política espectáculo de la actualidad, aquí agravada por el ombliguismo, propio de ególatras provincianos muy bien dotados de una contenta negligencia por la pasividad de los votantes, desinformados porque aquello invisible no existe aunque esté.

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