Posfascismo no es neofascismo. Y eso es una clave

Las últimas elecciones al Parlamento Europeo han dejado un poso de preocupación que se ha ventilado con cierta alegría en los medios de comunicación y ha quedado para ser digerido por los expertos (o, sencillamente, los observadores más perspicaces). La cuestión central ya no es si el voto a los partidos ultras ha crecido más o menos. Lo alarmante, que esconde el llanto y crujir de dientes, las apelaciones histriónicas a detener el fascismo desde ya mismo, es que, al parecer, nadie sabe cómo hacerlo. Para muchos polemistas, parece que basta con señalar y marcar a los partidos o grupos sospechosos de serlo para que desaparezcan bajo la luz del reflector, como los vampiros.

En realidad, hay otra explicación, más real; pero para entenderla hay que tirar de autocrítica. Sin eso, atribuyéndolo todo a una supuesta  capacidad satánica de la ultraderecha para captar mentes y medrar, no hay nada que hacer. Esto no va de jugar a los cazafantasmas; esto va en serio.

Punto de salida: los partidos tradicionales, han perdido mensaje ideológico, estrategias bien pensadas a largo plazo, planes que interesen a la ciudadanía, porque van a mejorar su vida y tienen visos de ser realistas. En vez de ello, los partidos a la derecha y a la izquierda han caído en el populismo, en las “soluciones” de hoy para mañana, en tirar balones fuera y desviar la atención, en generar apagones informativos, o en chutar esos mismos balones hacia adelante, siempre hacia adelante: los problemas, que los resuelvan otros.

Está comprobado que los partidos de ultraderecha crecen como champiñones sobre los sistemas democráticos en descomposición. Eso ya se vio en Europa del Este y Rusia a lo largo de los años noventa cuando se vino abajo el sistema soviético. En algunos casos los comunistas se convirtieron en socialistas y aguantaron durante unos pocos años; en otros, como Rumania, el Partido Comunista fue legalmente prohibido, y los socialistas y cualquier cosa que oliera a “rojo” fue marginado. Los partidos de derechas que se fueron haciendo con el poder derivaron en muchos casos hacia el neoliberalismo o el populismo. En consecuencia, la gente con problemas sociales en el día a día se volvió hacia la ultraderecha. En toda Europa del Este, la ultraderecha ocupa sólidas posiciones de poder; en algunos casos, aún lo monopoliza.

Y es que no hay mejor terreno de cultivo para la ultraderecha que los partidos tradicionales en crisis que se vuelven populistas. Ese populismo táctico, de medio pelo, que se queda sin fuelle, que no llega hasta el final y que pervierte sus ideologías originales en el espectáculo. Pero de populismo del duro sí que entienden las ultraderechas y los fascismos y esas sí que están dispuestas a llegar al final.

Lo que sucedió en los años noventa del siglo pasado en Europa del Este, está pasando ahora en Europa central y occidental. Explica la quiebra de Macron, de Scholz, del belga De Croo, de Yolanda Díaz.

Así que los diques han quedado muy afectados, hasta el punto que, posiblemente, el 9 de junio no haya sido sino el comienzo de un aparatoso efecto dominó.

Otro factor que juega aquí, más de fondo, más estructural: el fenómeno del posfascismo. El término se suele utilizar mal (incluso por conocidos historiadores o analistas de la ultraderecha) en un sentido reduccionista, según el cual posfascismo sería igual a neofascismo. Y no, no es esto.

El término lo acuñó un politólogo húngaro, Gáspár M. Tamás tras el final de la Guerra Fría. Como otros conceptos y fenómenos políticos nacidos en el Este, el posfascismo fue ninguneado en base a que hacía referencia a un fenómeno que, supuestamente, sólo podía darse en el “subdesarrollado” Este. Pero sí, al final se ha extendido por Occidente, y de una forma tan aguda como en sus países de origen, aunque expresado de una forma más hipócrita, con más filtros.

Hace poco más de tres años se publicó en EL TRIANGLE un artículo que definía el concepto (“Eso que se llama posfascismo”, 6 de diciembre 2019). Desde entonces, y a pesar de que la pieza terminó citada como referencia en Wikipedia, nadie parece haber utilizado una herramienta interpretativa tan clarificadora. Y tres años y pico más tarde, ya nos hemos acostumbrado al posfacismo, medrando de la forma más brutal.

Posfascismo es la vulneración sistemática y hasta legalizada por órganos de gobierno democráticos de derechos humanos elementales. Un día uno, otro día otro; se comienzan tolerando o pasando cotidianamente por alto desigualdades amparadas en supuestos derechos que unos poseen y otros no, leyes que amparan a unos ciudadanos a costa de otros, diferencias identitarias que parecen “naturales” o irrebatibles  y reparten ventajas para unos y desventajas para otros. Todo ello referido a derechos elementales: a la libertad de expresión, a la educación y al trabajo, a la vivienda, a la seguridad social y la salud. Para llegar, tras un proceso de deterioro, a amenazar a el derecho a la libertad y la vida.

Se comienza confinando a inmigrantes en cárceles flotantes o en islas remotas y se termina externalizando a terceros países la gestión de esos inmigrantes incómodos. Todo ello aprobado por mayorías parlamentarias. El camino a la deshumanización selectiva -base real del fascismo o nazismo históricos- puede terminar en limpiezas étnicas o matanzas a masivas ante las cámaras: ya no hay necesidad de esconderlas. ¿Para qué? Se supone que son fruto del consenso posfascista; los ejecutores las muestran cínicamente porque han sido aprobadas  en sede parlamentaria o por líderes escogidos en sufragios: son fruto de la voluntad de una mayoría… sobre una minoría.

Por supuesto, el populismo, con sus métodos de gobierno, es un terreno altamente fértil para el crecimiento del fascismo.  El doble rasero, la posverdad, la política espectáculo, la ingeniería social: todo eso termina decepcionando a la ciudadanía, porque no lleva a ningún lado y se acaba pagando con fascismo puro y duro. El populismo hace política de un día para otro, no tiene estrategias a largo plazo. Y el fascismo promete, precisamente, que llevará esas promesas hasta el final. Cueste lo que cueste y caiga quien caiga.

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