En 1984 formé parte del equipo de prensa de Raimon Obiols, como candidato socialista a la presidencia de la Generalitat. Veía los debates entre él y Jordi Pujol y me parecía imposible que los catalanes pudiesen preferir al nacionalista conservador a él para presidir el país. Hace cuarenta años descubrí que quien tiene la razón y los argumentos más documentados y favorables a los colectivos más humildes y vulnerables no tiene por qué ganar necesariamente unas elecciones. Ejemplos tenemos muchos a lo largo de estos cuarenta años, aparte de los interminables 23 en que sufrimos a Pujol como presidente.
A Obiols hay que seguirle por lo que dice y por las referencias que incluyen sus artículos y sus reflexiones. De uno de sus últimos escritos le tomo la referencia al filósofo francés Paul Ricoeur, a quien preocupaba «el inquietante espectáculo que dan el exceso de memoria aquí, el exceso de olvido allí». Y el ex líder socialista destacaba que Ricoeur proponía “frente a los abusos de la memoria y del olvido” una “política de memoria justa”.
Le doy vueltas a esto ahora que tenemos el debate entre dos colectivos que apuestan por el “ni olvido ni perdón” desde perspectivas enfrentadas. El “ni olvido ni perdón” lo acuñaron los procesistas independentistas en alusión a la represión policial de las votaciones en el referéndum que se hizo en octubre del 2017 sobre la independencia de Catalunya. Pero hace semanas que también apuestan por el “ni olvido ni perdón” quienes, ese otoño, vivieron con miedo y sufrimiento las consecuencias de la decisión de la raquítica mayoría parlamentaria que pisoteó el Estatut y la Constitución que regulaban la convivencia en Catalunya .
Unos no quieren olvidar ni perdonar que los policías reprimieran a porrazos la votación del referéndum. Los otros no quieren olvidar ni perdonar que Catalunya se convirtió en un territorio hostil que les rechazaba si no se sumaban al dictado de la mayoría independentista.
Y ambos grupos asisten hoy al debate sobre si diputados que representan al primero deben hacer presidente del gobierno español con sus votos a un socialista que sintoniza con el segundo. Parte de los miembros del primer grupo no quieren ni oír hablar del apoyo a un presidenciable que consideran representante de un país opresor. No le perdonan que apoyara la aplicación del artículo 155 de la Constitución que comportó la disolución del gobierno de la Generalitat.
Parte de los miembros del segundo grupo no quieren que Pedro Sánchez sea presidente con los votos de quienes asocian con los políticos que les ignoraron y despreciaron hace seis años. No les perdonan su comportamiento. Y no quieren, por tanto, que les perdonen, que les amnistíen, los delitos que cometieron entonces.
¿Qué hacer, pues? ¿Qué memoria debe predominar? ¿Se puede olvidar aquella etapa horrible y hacer como si nada hubiera pasado? ¿A partir de qué punto es excesivo olvidar y perdonar?
Pensaba en ello el sábado cuando desfilaba por Barcelona con las decenas de miles de personas que se manifestaban contra los bombardeos de Israel en la franja de Gaza que han matado y siguen matando a miles de civiles. Seguro que entre los manifestantes había partidarios de los dos bandos catalanes de «ni olvido ni perdón». Y también pensaba que los palestinos e israelíes que están sufriendo las consecuencias de esta guerra lo tienen infinitamente más difícil que nosotros para olvidar y perdonar.